El Senado y la Cámara conciliarán el próximo martes los textos de la mal llamada reforma a la justicia, que mediante un acto legislativo tramitó el Congreso de Colombia.
Esta reforma, más el Acto Legislativo “Por medio del cual se establecen instrumentos jurídicos de justicia transicional en el marco del artículo 22 de la Constitución Política y se dictan otras disposiciones”, le introducen cambios a nuestra Carta en algo más de treinta artículos, práctica que debilita la estabilidad jurídica como lo he sostenido en esta columna en varias ocasiones, porque las constituciones son normas llamadas a perdurar.
La reforma a la justicia, lo conoce hasta la saciedad la opinión pública, es la garantía con rango constitucional de algunos privilegios a congresistas y magistrados de las altas cortes. Esa vergüenza nacional quedará consumada la semana que se inicia, a pesar de que subsisten dudas en algunos de los cambios introducidos: varias propuestas no recibieron los ocho debates, que son obligatorios; a mi juicio, el congreso carece de competencia para otros temas aprobados, pues reforma instituciones que son columna vertebral de nuestro constitucionalismo. Estoy absolutamente seguro de que las demandas ante la Corte Constitucional van a ser muchas.
Han sido tan peregrinas las explicaciones del ministro de Justicia, doctor Juan Carlos Esguerra y de uno de los ponentes y representante a la Cámara, el doctor Alfonso Prada que no se sabe si toman a los colombianos por zoquetes o su angelical defensa de la reforma los convierte en unos ingenuos diletantes. Estos dos personajes dijeron que la reforma a la justicia era revolucionaria porque garantizaba la presencia de jueces a todos los municipios colombianos, ya que hoy no existe esa cobertura. Pobre explicación, extender la rama judicial a todos los rincones de la patria no necesita de reformas constitucionales, bastaba la decisión del gobierno con más presupuesto y del Consejo Superior de la Judicatura con la creación de los cargos respectivos; tan sencillo como cumplir con el deber. Para esta gran “transformación” no se requería una reforma de este alcance.
Los magistrados de las altas cortes verán ampliados sus períodos de 8 á 12 años y la edad de retiro forzoso pasará de 65 á 70 años. Los congresistas logran la segunda instancia en sus procesos penales y en los de pérdida de investidura, lo que parece obvio; pero obtienen un privilegio distinto al del resto de mortales: no podrán ser detenidos ni en la etapa de la investigación y ni en la del juicio. Si la norma fuera general, distinto sería, pero se ha consagrado un privilegio mortificante e inexplicable.
Finalmente, como todas las reformas en Colombia, nada cambiará y todo seguirá igual; la Comisión de acusaciones de la Cámara tendrá otro nombre, el Consejo Superior de la Judicatura pasará a llamarse distinto y seguramente tendrá un origen distinto. El único cambio es el seguro constitucional para los privilegios de magistrados y congresistas.