He sostenido en artículos anteriores que nuestros deportes nacionales son jugar fútbol, practicar el ciclismo y reformar la Constitución.
Los constitucionalistas comparten la teoría de que nuestra Carta es rígida porque su reforma es más compleja que los procedimientos utilizados para reformar la ley. Pero en la práctica es tan fácil reformar la Constitución, que deberíamos más bien clasificarla entre las constituciones flexibles.
El acto legislativo “Por medio del cual se reforman artículos de la Constitución Política con relación a la Administración de Justicia y se dictan otras disposiciones” ya entró en su recta final: acaba de sufrir el sexto debate en el Senado de la República y sólo faltan los dos últimos debates, en la Comisión Primera de la Cámara de Representantes y en la plenaria de esta Corporación.
Este acto legislativo reforma 30 artículos de nuestra Carta Fundamental.
Lo dicho: somos líderes en reformas constitucionales y sólo algunos otros países tercermundistas pueden emular con nosotros. En nada nos parecemos a Estados cuyas normas superiores tienen vocación de permanencia, para garantizar la seguridad jurídica.
El director de algún noticiero radial decía que la reforma en comento parecía más el resultado de una reunión de personas intercambiando estampas para llenar un álbum de caramelos o distribuyéndose favores recíprocamente, que la concertación de normas de interés nacional. Toda la razón le asiste al comentarista si observamos que los magistrados de las altas cortes lograron la prórroga a sus períodos de 8 a 12 años y la edad de retiro forzoso de 65 a 70 años: gabelas para los magistrados. Los congresistas limitan la pérdida de su investidura, logran la doble instancia para sus procesos judiciales (justa reivindicación), y que sean privados de la libertad sólo después de una sentencia condenatoria, un trato preferencial frente al resto de mortales: gabelas para los congresistas. El Gobierno consigue que algunos particulares—con limitaciones obvias— podrán administrar justicia, y acaba con el inefable Consejo Superior de la Judicatura: pírricos triunfos para el Gobierno.
De reforma a la justicia tiene poco: más bien es una vara de premios para congresistas y magistrados, una piñata constitucional.
Y mientras unos pocos invitados disfrutan la alegre piñata, los graves problemas de la justicia se ignoran olímpicamente: la impunidad bordea porcentajes altísimos que nos hacen ver como una sociedad en disolución y la congestión judicial avanza hacia el colapso del sistema.
El exmagistrado del Consejo Nacional Electoral, doctor Guillermo Mejía M. dijo que la altísima congestión judicial radicaba, primero, en la política del Seguro Social de negar toda solicitud de jubilación, así el solicitante llene los requisitos de ley, obligando al ciudadano a acudir a la acción de tutela; segundo, la tutela que tiene que interponer el colombiano para un examen o tratamiento médico, muchas veces dirigida por las mismas EPS; y tercero, los numerosos cobros judiciales instaurados por el sistema bancario contra muchos colombianos. El aparato judicial al servicio del capitalismo financiero voraz, de ambición desmedida y apetito creciente por repartirse las ganancias del mejor mercado del mundo; claro, es un mercado de burros amarrados con legislación leonina, y un tigre que desnuca los burritos al ritmo y en las condiciones que demandan los bancos. El sistema financiero debería pagar al aparato judicial por los servicios de cobranza que este ejecuta ágilmente, la misma tasa que cobran los abogados especializados.
Los dos primeros problemas se solucionan con buena voluntad del ejecutivo y el último, este sí, con una reforma a la justicia de un solo “articulito”.