Por Jairo Gómez.- Colombia vive en un permanente litigio con su propia historia, o con lo que queda de ella porque ya ni siquiera en las escuelas existe. Y eso ocurre porque no hemos querido aprender de ella, la ignoramos intencionalmente y cuando se trata de recordar hechos que nos avergüenzan, hablamos pasito.

La historia la borraron de un plumazo de los salones de clase y le echaron tierra a los hechos y al pensamiento de nuestros antepasados. Claro que lo hicieron premeditadamente ¿con qué fin? No lo sé. Por eso las nuevas generaciones se comen el cuento de que los muertos, producto del conflicto, son del siglo XXI y que las luchas fratricidas del pasado no existieron. La democracia necesita de la memoria; necesita no olvidar el pasado para poder progresar.

Construir con base en la historia es inherente a cualquier sociedad, es pensar en colectivo, pero los colombianos no acudimos a esas instancias por la extrema individualización en que vivimos, en la “desertización de la vida cotidiana”, como dice Zizek. Es obvio que cuando no abonamos al debate un razonamiento coherente de nuestra propia realidad, es porque el desconocimiento de la historia ha dejado un vacío cultural que no permite interpretar el país desde el prisma de una nación en proceso de construcción; nos han negado esa posibilidad.

Decía Margaret Thatcher: “No hay sociedad, hay individuos y familia”. Una expresión desoladora que niega la existencia de la sociedad pero que define el liberalismo económico: el individuo como objeto. En las democracias occidentales, poscaída muro de Berlín, no se vale pensar en avanzar porque necesariamente se es de izquierda, y de inmediato surge, como un antídoto, la idea neutralizadora que evita la transición, impone su modelo y lo financia.

Un ejemplo de ello es la corrupción: cuando se habla de los corruptos  se le identifica como una acción o una falla individual y no sistémica originada en el establishment. Nada es un cabo suelto, todo tiene un propósito. Así funcionan las élites y cuando necesitan ir más allá activan los dispositivos de poder como los medios de comunicación que utilizan para difundir un discurso fatalista encumbrado en el temor o en meterle miedo al individuo, lo que les permite ejercer el control y garantizar el continuismo; es la estrategia perfecta para no perder el monopolio de la palabra, del relato, de la calle.

La propaganda que se activa es la de una democracia amenazada pero no se dice por quién; mientras persista esta visión de las élites de posponer las reformas seguiremos por el sendero de la degradación del sistema democrático. Degradar implica cerrarle los caminos a la  participación, al individuo y a su decisión consciente de buscar nuevos  apoyos para hacer de la política una acción colectiva. 

Entonces surge la matriz de la polarización y nos quieren hacer creer, los energúmenos del establishment, que no hay vuelta de hoja: o se preserva lo institucionalmente constituido o el país va camino al cadalso, para no hablar de la cacareada “venezolanización”. 

Sin embargo, se empiezan a oír voces distintas. No las de los insultos y de la degradación del discurso llevado a la más mínima expresión. Sino las voces que en conciencia saben que el cambio es el futuro y que es el momento de cerrarle la compuerta a la adicta patología de aferrarse al poder que embarga al establishment. Y esto los espanta.@jairotevi   

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