Por Marta Ruiz. Tomado del NY Times en Español.- La historia está llena de ejemplos de países que se han visto abocados a la guerra, aun sin quererla, por la decisión arrogante y temeraria de sus gobiernos. Colombia parece ser el caso contrario. El Presidente Juan Manuel Santos tendrá que sacar adelante la paz, muy a pesar de que aún medio país no cree en ella.

El proceso para ponerle fin al conflicto armado con las Farc ha polarizado tan radicalmente a Colombia, que el nuevo acuerdo logrado el 12 de noviembre tendrá que ser refrendado e implementado en el congreso, sin pasar por las urnas, donde fue rechazado el pasado 2 de octubre.

Tras el plebiscito, el proceso de paz entró en un limbo peligroso, a pesar de que el cese al fuego definitivo ya estaba en marcha. Pasaron 40 días frenéticos en los que el gobierno escuchó a los líderes del No, que obtuvieron una mayoría de apenas 53.000 votos, o 0,43 por ciento de diferencia. A la cabeza del No están dos expresidentes que intentaron hacer la paz con las Farc en el pasado y fracasaron: Álvaro Uribe y Andrés Pastrana.

De aquellas reuniones salieron 410 propuestas de modificaciones, algunas de las cuales eran dardos envenenados dirigidos al corazón de la negociación. Fórmulas inaceptables en cualquier acuerdo razonable, como que la guerrilla firmara su propia sentencia para ir a prisión y que, de sobremesa, sus líderes no pudieran ir a elecciones.

Otras modificaciones buscaban agitar demonios provenientes de una lectura sesgada del acuerdo. El hecho de que este fuera el primer pacto de paz con una perspectiva amplia de género hizo que muchas iglesias vieran en él una amenaza a la familia y a los valores cristianos. O que tímidos propósitos de distribuir tierras y ofrecer titularidad a campesinos pobres pusieran a temblar a terratenientes que vieron su derecho a la propiedad privada en riesgo. Un tercer tipo de comentarios eran sobre todo jurídicos, razonables, y provenían de las cortes del país.

A los negociadores del gobierno les tocó el insólito papel de defender ante las Farc las propuestas de la oposición, en búsqueda de darle al acuerdo de paz, por vía de la concertación, la legitimidad perdida en el plebiscito. Pero se trataba de una renegociación para un nuevo acuerdo de paz, no de pedirle a las Farc una rendición. El nuevo acuerdo, a pesar de haber incorporado un 80 por ciento de las sugerencias de los opositores, fue rechazado por Uribe y los demás críticos.

Excepto por un puñado de optimistas, casi nadie en el mundo político se hacía ilusiones de que fuera posible el gran acuerdo nacional que pedía Uribe, a sabiendas de que sus propias objeciones al proceso de paz lo hacían sencillamente imposible. Dicho acuerdo nacional implicaba humillar a las Farc poniéndole obstáculos a su ingreso a la vida civil. Además los líderes del No entendieron que con su triunfo en el plebiscito del 2 de octubre tienen un capital electoral suficiente para disputar la presidencia en 2018 y no quieren desperdiciar la oportunidad.

En el fondo esas 297 páginas del acuerdo original, o las 310 que tiene el nuevo acuerdo, ponen el dedo en una vieja herida que sigue abierta en Colombia: la fractura de sus élites. Desde hace un siglo, conservadores y liberales se disputan los caminos de la modernización, de la soberanía y de las reformas.

El acuerdo de paz fue negociado durante cuatro años en La Habana no solo para que la guerrilla abandone la lucha armada, sino para cerrar, de una vez por todas, la espiral de violencia política en Colombia.

Se identificaron los puntos que han sido determinantes en la persistencia de la guerra interna: el problema campesino y la falta de una reforma agraria, la precariedad de la democracia, la fallida lucha contra el narcotráfico, la rampante impunidad ante la ley y el orden, y la reincorporación política de los excombatientes para evitar el reciclaje de la violencia.

En casi todos estos temas Uribe y los demás líderes del No son contrarios a los cambios propuestos. En sus recomendaciones defendieron el modelo económico rural, a pesar de que saben que el sector rural colombiano es uno de los más desiguales del mundo. Criticaron todas las medidas para garantizarle a las Farc y a sus bases sociales representatividad política, incluyendo la creación de un partido. Y apoyaron la infructuosa guerra contra las drogas. Por último, se negaron tercamente a reconocer los mecanismos de la justicia transicional.

Para Uribe, Pastrana y sus seguidores, la única responsable de los crímenes graves cometidos en medio siglo son las guerrillas.

Esos sectores conservadores buscan mantener un statu quo que ha hecho de Colombia un país fracturado territorial, social y políticamente.

¿Qué representa entonces Santos? La derecha liberal, moderada y modernizante que ha entendido que Colombia debe superar la violencia política para desarrollar su potencial económico.

Aunque su proyecto no ha calado lo suficiente y su decisión de evitar un nuevo plebiscito es impopular, es el único camino para no echar por la borda un acuerdo de paz tejido con filigrana.

Este nuevo acuerdo, que fue pensado para una paz estable y duradera, entrará con fórceps al ordenamiento jurídico y será atacado durante su implementación desde muchos flancos. Si quienes lo repudian ganan las elecciones del 2018, con la bandera de echarlo para atrás, Colombia se enfrenta al riesgo de un nuevo ciclo de violencia.

Dado que Santos no logró construir un consenso básico para el nuevo acuerdo, está obligado a luchar por él en los 20 meses que le quedan de gobierno.

Primero, debe mostrar victorias tempranas en la implementación, comenzando por el desarme de las Farc. Ese es un hecho contundente que puede convencer a los escépticos sobre las bondades de la paz.

Segundo, debe mantener un diálogo político con diversos sectores sociales que se sintieron excluidos en el proceso de paz, particularmente las élites locales y emergentes, reticentes a un pacto con la guerrilla y tolerantes con formas de violencia paramilitar. Sin ellas, la paz siempre será débil e inestable.

Uribe y los suyos anunciaron que se van a la calle, a buscar un referendo contra los puntos críticos del acuerdo, y a disputar la presidencia bajo la bandera de la indignación. La misma que les resultó exitosa en el plebiscito.

Todo indica, entonces, que las elecciones presidenciales del 2018 funcionarán como referendo popular de este nuevo acuerdo. Por eso, finalmente, para enfrentar a los adversarios se necesita una coalición inédita en Colombia, del centro hasta la izquierda. Esta coalición tendría la bandera de la reconciliación en sus manos, que no es poca cosa. Su éxito dependerá de que los líderes actúen con grandeza, y de que este nuevo acuerdo se convierta en realidad lo antes posible.

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