Por José Gregorio Hernández.-Para la Iglesia Católica, que tan mal de imagen venía en los últimos años -en especial por culpa de los curas pederastas y de las intrigas en el propio Vaticano-, la elección y posterior actividad del Cardenal Bergoglio, el Papa Francisco, han constituido un verdadero bálsamo. No creo equivocarme al decir que, además de devolver la confianza a los católicos practicantes que comenzaban a perderla o la habían perdido, el Santo Padre ha logrado que muchos de quienes se habían ido del seno de la Iglesia hayan regresado a ella.

El liderazgo de Francisco es indudable. Lo demuestra su última gira, durante la cual, tras la restauración de relaciones con la Iglesia Ortodoxa rusa, tras siglos de alejamiento -en ese encuentro de La Habana con el Patriarca Kirill-, logró, en México,  aglutinar a su alrededor al pueblo, en momentos muy difíciles para esa Nación.

El recibimiento apoteósico del Pontífice en todos y cada uno de los lugares que visitó, así como los contundentes mensajes que envió en todas y cada una de sus intervenciones,  hicieron que el mundo entero volviera sus ojos hacia el país norteamericano y tomara nota de las invaluables enseñanzas papales.

Vale la pena destacar el valor de Francisco al hablar, de manera directa y sin rodeos -sin eufemismos, ni retórica vacía-, acerca de los grandes males que afectan a México y a nuestros países: el narcotráfico, la violencia y la corrupción.

“Traficantes de la muerte”, denominó el Papa  a los narcos durante su homilía, en Ecatepec. Y señaló que el afán de riqueza, la búsqueda de la vanidad y el afán de figuración política conducen con frecuencia a las prácticas corruptas, tan extendidas en México y  entre nosotros.

Y, como ya es su costumbre, el Santo Padre mostró en este viaje su predilección por los más débiles, por los niños, por los pobres y desvalidos. Un verdadero apóstol y un auténtico cristiano.

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