El cambio climático, con sus fenómenos extremos de inundaciones y sequías por doquier y cuya mayor responsabilidad le cabe a la descuidada actividad humana, le está pasando factura a la agricultura y por ende a la producción de alimentos.

Ello está incidiendo en la escasez de estos, así como en la espiral alcista de sus precios, lo cual redunda en que los sectores más vulnerables de la población, los pobres y los desempleados especialmente, se vean a gatas para acceder a los alimentos. La preocupación es mayor porque los estragos del cambio climático y su incidencia en los precios de los alimentos se han encargado de acentuar la tendencia al alza de los mismos desde la Gran crisis de 2008.

Como lo sentenció la revista The Economist, “hemos llegado al final de la era de la comida barata”, destacándose entre sus causas estructurales el aumento de la población y su mejora del ingreso, el impacto del cambio climático, la devaluación del dólar, el incremento de los costos de la energía, políticas erróneas de los gobiernos y la especulación en los mercados de futuros.

Recordemos que la seguridad alimentaria se puede ver afectada más que por la disponibilidad de los alimentos por el acceso a los mismos. Es cada día más evidente que la volatilidad y las persistentes alzas en los precios de los alimentos no obedecen propiamente a la escasez de estos. El mundo hoy produce más alimentos per cápita que nunca, actualmente se produce el doble de alimentos de los que se necesitan para acabar con el hambre en el mundo. Esta escasez es sólo temporal y obedece a la actual coyuntura; pero, en general, podría afirmarse que hay suficientes alimentos para satisfacer las necesidades de todos, pero no la avaricia de unos pocos. Resulta paradójico que mientras las existencias de alimentos pueden alcanzar para todos, más de 1.000 millones de personas en el mundo pasan hambre, como quien dice uno de cada siete habitantes del planeta tierra. El caso de Latinoamérica es patético, pues mientras produce un 30% de excedentes de productos agrícolas que tienen por destino la exportación, 52.5 millones de sus habitantes se acuestan diariamente con hambre.

Claro que el derroche y el desperdicio de alimentos también ponen su cuota en este dantesco drama humano: cada año en Europa se tira a la basura la mitad de los alimentos que se compran, mientras que en la UE viven 79 millones de personas por debajo del umbral de la pobreza y 16 millones dependen de la caridad. Entre tanto en los EEUU se desperdicia el 40%, mientras más de 40 millones de pobres se ven a gatas para procurarse sus alimentos. Se estima que los alimentos desechados por los estadounidenses cada año equivalen a los US $165.000 millones y según la FAO bastarían sólo US $44.000 millones anuales para erradicar el hambre en el mundo.

Entonces, este es un asunto de conciencia social, de freno al consumismo, de racionalidad, de prioridades y, por sobre todo, de voluntad política.

Con sobrada razón, mientras la tuvo, el ex director del FMI Dominique Strauss-Khan, sostuvo que “la inequidad social y el desempleo pueden destruir los logros de los mercados y las economías. Los documentos sobre repartición desbalanceada de la riqueza reflejan los elementos necesarios para la inestabilidad y la crisis. Se trata de una combinación peligrosa que puede ser la semilla para desestabilizar sistemas políticos”.

Por fortuna que, según los expertos del G-20, “la situación actual del mercado de productos agrícolas es preocupante, pero no hay ninguna amenaza que se cierna sobre la seguridad alimentaria a nivel mundial”. Eso sí, “el elevado nivel de los precios coloca a los países importadores de cereales en una situación delicada”. Es el caso de Colombia, que pasó de importar 700 mil toneladas de granos en los años 90 a 7 millones actualmente; 85% del maíz que se consume en Colombia es importado. En lo corrido del año las importaciones de productos alimentarios al país crecieron un exagerado 19.6%, tornándose así cada vez más vulnerables frente a la volatilidad e incremento de los precios en los mercados externos.

 

Bogotá, septiembre 15 de 2012

 

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