Giovanni Décola

Por Giovanny Décola*.- Era el 10 de diciembre del fatídico 2020, cuando empecé a sentir los primeros síntomas del coronavirus. Llamé de inmediato a mi EPS, solicitando la prueba de Covid-19, y prometieron llegar a mi domicilio en Bogotá a las siguientes 48 horas. Pasaron 72 y nunca llegaron. 

Mis antecedentes de hipertensión, prediabetes y la reciente muerte de mi hermana, entre otros amigos y allegados, por esta misma causa, me tenían nervioso. Fui a la urgencia de mi EPS, debido a que mi saturación (oxígeno en la sangre), bajaba peligrosamente, 91, 90, 89, 88, y continuaba a la baja, teniendo más de 100 frecuencias cardíacas en reposo, fiebre y síntomas de ahogamiento. 

Al llegar, por fortuna, solo tenía un turno por delante. De todas formas, duraron más de una hora para atenderme. Me tomaron la presión arterial, temperatura, saturación, y me pusieron el estetoscopio en pecho y espalda, y concluyó la médico que me atendió, que era un resfriado común, y dizque por precaución me tomarían la prueba de Covid-19, y sus resultados me lo enviarían a mi correo en tres días. Solicité examen de radiografía de tórax, tac de pulmones, gases arteriales, todo fue negado.  Solo me ordenaron acetaminofén y Ceterizina. Los resultados de la prueba nunca me lo enviaron. 

Era ya 14 de diciembre y los síntomas se me recrudecieron. Solicité mi servicio de médico particular en casa y la prueba de covid, también particular. El resultado era el previsible: Positivo. 

Por recomendación de amigos médicos, tome ivermectina, antibióticos, anticoagulantes, CDS, tomas calientes, acetaminofén y analgésicos. Ya el virus se había apoderado de las vías respiratorias. No dejaba de toser, era doloroso y parecía que fuera a expulsar mis pulmones. Decidí asistir nuevamente a urgencias, pero de otra clínica, mucho mejor equipada. No había camas y me sentaron en un sillón, y me conectaron al oxígeno. La enfermera me prometió una cobija que nunca llegó. Al día siguiente, y luego de dormir en esa silla, se sumó el dolor de espaldas. Me ordenaron los exámenes de rigor, me confirmaron el Covid y ya estaban comprometidos los pulmones. Otro día durmiendo en la silla, y sin cobija,  y como no había camas, creo que por eso me devolvieron a casa. Me ordenaron omeprazol, corticoides, amiodipino y el consabido acetaminofén. 

Ya el 18 de diciembre la tos y el ahogamiento me hicieron imposible continuar en casa. Solicité de manera particular servicio médico de urgencia. Al llegar y ver mis síntomas, me condujeron en ambulancia a una Clínica que al solo entrar me llenó más de pánico que tranquilidad. La sala atiborrada de camillas con pacientes covid por doquier. Era aterrador. Parecía una competencia de quien tosía más. Eran las cinco de la tarde y no había almorzado. Hacía dos horas y a varias enfermeras les había pedido un vaso de agua. Ya va, era la respuesta… Nunca llegó. Me tocó salir a comprar el agua, ahí si fueron diligentes para advertirme que no podía salir. Preferí abandonar esa clínica… hubiese sido una muerte casi segura. Para dejarme salir me hicieron llenar cantidades de papeles en blanco, por mi desespero, así firmé. Me imagino, que luego fueron usados para justificar exámenes y tratamientos que nunca hicieron, estafando al sistema de salud. 

Mientras me dirigía a otra clínica, le escribí a un influyente amigo político, quien de una vez se puso en contacto con una alta autoridad en salud de la capital. Al llegar a esa misma clínica que había ido días antes, noté al instante que ya había sido recomendado. De una me ordenaron exámenes más rigurosos que comprobaron mi complicación. Los pulmones con más agua y la azúcar llegando a 200. Me instalaron en una confortable habitación con baño privado, televisión, teléfono y con los mejores equipos médicos disponibles y una excelente alimentación. Estaba canalizado con suero y oxígeno. Los medicamentos eran puntuales. 

Los días pasaban, y uno seguía aferrándose a la vida. Con tantos medicamentos, el sueño se distorsionaba, y soñaba hasta despierto. En los días más difíciles, pensaba, si me esperaba el cielo o el infierno. Creo en el Gran Arquitecto o en el Dios de Spinoza,  pero nunca he sido un asiduo practicante de la religiosidad. Me decía: he cometido errores que solo a mí o a mi círculo cercano, nos han perjudicado, pero nunca he sido un criminal. Y al meditar sobre mi vida, la única conclusión a la que llegaba, era que por muy frágil que fuera, la vida era bella. Y tomaba fuerzas, y me decía: Aún mi misión en la tierra no ha terminado… y dejaba de pensar en el tránsito a otra dimensión. 

Pero mi infalible costumbre de ver noticieros, volvía a asustarme. La cifra de muertos por covid seguía en aumento en el país. Para remate, el médico al evaluarme nuevamente, me pronosticó que seguramente iba a tener que ser intubado y pasar a UCI, si no tenía mejoría. Empecé casi que a despedirme de mis seres queridos.  Varios se quebraron junto conmigo y me daban ánimo, el ahogamiento casi no me dejaba hablar. Al momento de dormir, era casi imposible conciliar el sueño. Lo que me distraía eran los múltiples mensajes de familiares y amigos. El ser sedado e intubado me aterrorizaba. Me acordé que había llevado camuflado un frasco de ivermectina, y en una sola dosis me lo tomé en esa noche interminable. En una clínica, las horas parecen interminables, no queda sino recordar los bellos momentos vividos, reflexionar sobre la fragilidad de la vida, y el porqué de tanto tiempo perdido en cosas sin sentido. Reconforta, notar la unidad de la familia cercana y la extendida, y la preocupación de los amigos. Añoraba volver a pronunciar un discurso por la paz de Colombia o para apoyar una causa o candidato de mis simpatías. Ni estando enfermo, dejaba la política de recorrer mis venas. 

En la tarde siguiente, el médico internista estaba de vuelta. Al entrar, oí cuando en voz baja le dijo a la enfermera que consultara disponibilidad en UCI, y empezó a evaluarme. No sé si fue por el tratamiento hospitalario o por esa tal ivermectina, que me encontró algo mejor. Yo por fin, volví a respirar con ganas. La enfermera, al regresar, y creyendo que no la oía, le dijo que solo quedaba una cama UCI, que ya tenían reservada, por si yo la necesitaba. Me imagino que era producto de aquella recomendación… 

Seguía mejorando: La azúcar bajaba, la saturación subía, gases arteriales se normalizaban, disminuía la tos. Ya la diarrea, el malestar general y el dolor de cabeza habían desaparecido. Estaba recuperando el gusto y el olfato. El 24 de diciembre temprano, me ordenaron, nuevos exámenes de todo. En la tarde me dieron mi aguinaldo: “Esta noche regresará a casa, pero seguirá con el tratamiento domiciliario y con oxígeno. Ya el peligro pasó”. Era música para mis oídos. 

A las 9:30 pm llegó la ambulancia ordenada por mi EPS, y volvió la mala atención. A pesar que en el edificio donde vivo, hay ascensor, ellos pretendían dejarme en el primer piso y que yo subiera la barra de oxígeno, el generador y mis objetos personales. Los hice entrar en razón y subieron. Al preguntarle por el vaso concentrador de oxígeno, me dijeron que yo debía comprarlo…Ya eran las 10:30 pm, les dije: devuélvanme entonces a la clínica. Se miraron la enfermera y el conductor, ella dijo que tenían uno en la ambulancia, pero debía bajar por él. No me enseñaron su uso. Al mirar el cilindro de oxígeno, noté de una que, no tenía el racor y peor aún, estaba sin oxígeno. El señor se sorprendió, y le dije que yo había sido socorrista de la Cruz Roja, y él dijo que lo sentía, que ese era el que le habían entregado. Me imagino que alguien se hurtó el valor de la carga del oxígeno. Llamé varias veces a la empresa que dotaba a la EPS del oxígeno, al decirle de que se trataba, me decían que ya transferirían la llamada al área correspondiente…quedaba sonando y nunca respondían. Por fortuna, nunca necesité de ese cilindro, ya que con el generador, me bastó.  

En casa, mi señora se convirtió en enfermera, cuidándome día y noche. No solo me hacía la comida, sino que se volvió experta en remedios caseros: Té verde, manzanilla, moringa, ajo, cebolla, jengibre, el limón, la miel de abeja, etcétera.  Aprendió a tomar la presión arterial, la saturación y repasó tomar la temperatura. Obviamente terminó contagiada, igual que mi hijo menor, y por el milagro de Dios, resultaron asintomáticos. Mi mamá, también se contagió, pero nunca se complicó, solo síntomas menores. Por precaución, estuvo 4 días en la clínica con enfermera particular. 

Los médicos me visitaron a domicilio hasta este 17 de enero, y me dieron de alta, retirándome el oxígeno y venciéndose mi incapacidad. Hoy no queda, sino dar gracias a Dios; a mi familia que no dejó de orar y estar pendiente; a mi esposa que, luego de 24 años sigue siendo un dispensador de bondad y amor; a mis hijos que son nuestro motor; al gran amigo que, oportunamente me recomendó ante las autoridades de salud y de todos aquellos que no dejaban de preguntar y aún a los que no se enteraron. 

Por último, la reforma al sistema de salud es urgente y necesario. Ya todos sabemos cuáles son sus deficiencias y las oportunidades de mejora, pero lo que más se requiere, es la voluntad política para cambiar ese estado de cosas lamentable, y mientras esta pandemia pasa, ¡¡¡pilas con el autocuidado!!!

Bogotá, D. C, 17 de enero de 2021

*Periodista y Abogado con especialización en Derecho Administrativo.

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