Por José Gregorio Hernández.- Con evidente fastidio se refería Jorge Eliécer Gaitán a quienes ganaban los pleitos, no por tener la razón en el Derecho sino “por la intrepidez sinuosa en los procedimientos”. Un mal de vieja data -denunciado en la antigüedad por Sócrates y Cicerón-, que muchas veces ha conseguido desplazar a la justicia y a la verdad para hacer que en su lugar  triunfaran las maniobras habilidosas y la manipulación de la ley.

Desde luego, para que en los estrados prosperen las prácticas tramposas de abogados sin escrúpulos se requieren jueces de su mismo nivel ético o de muy escasa formación jurídica, que acepten el soborno y las trampas o caigan en ellas sin darse cuenta, por ignorancia. En otros casos los abogados corruptos aprovechan la pereza de togados ineficientes que prefieren firmar sin siquiera leer lo preparado por sus auxiliares. En ninguno de esos casos hay excusa admisible, y una sola falta comprobada debería conducir al responsable a la destitución y a la cárcel.

No se debe generalizar, porque sería injusto y porque todavía quedan profesionales honestos, muchos de los cuales se van separando del litigio, precisamente por causa de la corrupción existente. Y también jueces y magistrados capaces y honrados, entre ellos algunos que han escogido el camino de la renuncia por idéntica razón, mientras colegas suyos que por dignidad deberían haber hecho lo propio, permanecen aferrados a sus cargos.

Hoy vemos que decisiones trascendentales se adoptan en altos tribunales con interés político o por el deseo de tender cortinas de humo mediáticas para hacer que se olviden las faltas de sus magistrados. Así, no es raro ver que, en ostensible contumacia, se niegue la nulidad de una sentencia errónea o  prevaricadora para que su cuestionado autor busque reivindicación ante los medios.

Resulta doloroso reconocer que estamos ante la peor crisis del Derecho y la Justicia en la historia reciente de Colombia. Y al respecto recordamos que, según  el Talmud, “es desgraciada la generación cuyos jueces merecen ser juzgados”. Y la dura sentencia bíblica, a cuyo tenor, si la sal se corrompe, “no sirve más para nada sino para ser echada fuera y hollada por los hombres”. “Menos mal hacen los delincuentes que un mal juez”, proclamaba el escritor español Francisco de Quevedo.

Ojalá, a pesar de sus deficiencias y de no haber tratado el tema integralmente, la reforma constitucional sobre equilibrio de poderes devuelva algo de respetabilidad a la justicia colombiana.

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