Monseñor Omar de Jesús Mejía Giraldo

Por: Mons. Omar de Jesús Mejía Giraldo* - Hoy celebramos en la Iglesia el tercer domingo de cuaresma, nuevamente les propongo que fijemos la mirada en Jesús, nuestro Maestro y nuestro Señor. Dice la Palabra: “Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían”. Quienes se acercan a Jesús, parten de un hecho real de violencia impulsado por la ferocidad y estupidez de Pilato, el gobernante de turno, quien pretendiendo imponerse por la fuerza realiza la atrocidad de asesinar un grupo de personas desconociendo la dignidad y la grandeza de cada ser humano. Jesús como buen Maestro, escucha con atención y aprovecha para realizar una pregunta: ¿Ustedes piensan que quienes murieron por una decisión imprudente de un gobernante eran más pecadores que los demás? Inmediatamente, el mismo Señor, como Maestro les da una respuesta: “les digo que no”, a renglón seguido invita a la meditación y a la reflexión: “si no se convierten todos pueden perecer de la misma manera”. Continúa el Maestro con su enseñanza y trae el ejemplo de un desastre natural: la caída de la torre de Siloé, que aplastó a dieciocho personas. A partir de estas dos realidades vividas por el pueblo, Jesús, el Maestro y Señor, aprovecha no para realizar un juicio, sino para invitar a la conversión.

La segunda parte del evangelio es una parábola, en la cual Jesús, el Maestro y Señor, invita a su pueblo a purificar la imagen de Dios. Según deja entrever el texto, los hechos acontecidos, la comunidad los quería juzgar como un castigo divino; pero el Señor, invita a contemplar la historia y los signos de los tiempos bajo la óptica de la misericordia de Dios. El juicio de Dios es la Salvación, somos nosotros mismos quiénes nos condenamos cuando no aceptamos la misericordia de Dios. Recordemos la Palabra: “No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados...” (Lc 6,37).

En dos palabras podemos sintetizar el evangelio de hoy: Conversión y misericordia. El llamado a la conversión nos invita a un examen de conciencia que debe partir del discernimiento y la contemplación de la propia historia. La conversión es un recorrido humano que se realiza, pero siempre bajo la ayuda de la mirada providente de Dios. La conversión es mucho más que simplemente cambiar actos externos, convertirse significa “pensar de otro modo”. Conversión significa renunciarse así mismo, renunciar a mis gustos y caprichos, renunciar a nuestro ego, escuchemos la Palabra: “Jesús decía a toda la gente: “Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz de cada día y que me siga” (Lc 9,23). Para pensar diferente al mundo, para actuar desde Dios, se necesita la virtud de la humildad, sin humildad no hay conversión.

La humildad es una virtud humana atribuida a quien ha desarrollado conciencia de sus propias limitaciones y debilidades, y obra en consecuencia. Como tal, la palabra proviene etimológicamente del latín humilĭtas, que a su vez proviene de la raíz humus, que quiere decir 'tierra' (Diccionario). La conversión parte de un acto de humildad, porque se trata de reconocernos creaturas de Dios. El examen de conciencia que la Iglesia nos recomienda realizar todos los días al terminar la jornada, es un acto de humildad, porque se trata, de ponernos delante de Dios y examinar nuestros actos de cara al Señor, nuestro creador, y no de cara a nosotros mismos. El examen de conciencia nos permite realizar juicios honestos y transparentes mirando nuestro propio yo como imagen y semejanza de Dios y no como un ser “autónomo” que hace lo que quiere, porque se siente dueño de su existencia. Recordemos que el dueño y señor de nuestra vida es Dios, dice la Palabra: “En Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28). De Dios venimos y a Dios tenemos que volver.

Jesús, el Maestro y Señor, en el evangelio de hoy nos está diciendo que todos estamos llamados a la conversión. El texto nos recuerda además que nuestra existencia es una realidad frágil y que estamos próximos a la muerte. La muerte no es una realidad externa a nosotros, es un hecho real y cercano; la muerte la portamos al interior de nosotros mismos y por lo tanto debemos sentirnos convocados a la conversión como un acto de disponibilidad a Dios. Hermanos, somos sumamente frágiles, en cualquier momento, el gobernante de turno amanece lunático y da ordenes feroces y estúpidas, y puede lanzar un bomba atómica y moriremos inesperadamente. El día menos pensado la naturaleza se vuelve violenta y nos reclama lo que le hemos robado y podemos morir en cuestión de un instante. En síntesis, estemos preparados, porque no sabemos el día ni la hora. De morir tenemos, no sabemos dónde ni cuando. La verdad es que la muerte es una realidad sumamente segura. Por eso, lo mejor es estar preparados, caminar siempre orientados hacía Dios, nuestro Padre y Señor.

Cada uno pensemos en nuestra propia muerte, ¿será violenta? ¿será en un hospital?, ¿será entre sabanas blancas y atendidos por familiares y amigos? La verdad es que moriremos pero no sabemos cómo. La esperanza es que la muerte nos alcance en la gracia de Dios. Recordemos la Palabra: “Si no se convierten morirán del mismo modo?, ¿cuál será nuestro modo de morir, en paz con Dios o renegando de Él?, ¿en paz con nuestros hermanos u odiando y envenenados contra nuestro prójimo? ¡Ojalá qué la muerte nos alcance en paz con Dios y con nuestros hermanos!

Mi propuesta es que miremos la muerte desde la acción misericordiosa de Dios. Morir en clave cristiana, es sentir el gozo del encuentro personal con el Señor. Para el cristiano morir es llegar a la plenitud de su ser, es sentir que todo está consumado. La muerte cristiana es el resumen de la existencia en Dios. Para el cristiano, el día de su muerte es el día de Dios en mi vida y ese día se llama conversión. Dios siempre está disponible a perdonarnos hasta el último instante y suspiro de nuestra existencia, escuchemos la Palabra: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). La muerte es volver a Dios, así las cosas, convertirnos es estar abiertos a la providencia divina. Por eso, para la persona de fe, la muerte es simplemente un acto de transición. Lo rezamos en la misa de funeral: “Nuestra vida no termina se transforma”. Morir es convertirnos y convertirnos es morir. Quien se convierte muere al pecado y renace a la gracia.

En síntesis podríamos decir que el evangelio de hoy nos muestra dos caminos: la conversión por parte del hombre, la misericordia por parte de Dios. El binomio “conversión – misericordia” tiene el siguiente recorrido: Llamado, regreso, perdón. Para la conversión se necesita la virtud de la humildad y para ejercer la misericordia es necesaria la virtud de la paciencia.  Quién es humilde se conoce desde Dios y reconoce sus limitaciones y debilidades. La conversión es una cuestión de responsabilidad frente a nuestros actos, escuchemos la Palabra: “Comerán el fruto de su conducta, y se saciarán de sus planes” (Prov 1, 31). La Palabra de Dios nos invita a convertir la vida en una oportunidad, en un continuo acto de gratitud a Dios por su amor y su misericordia. La conversión nos lleva a la felicidad, nos plenifica, nos acerca a Dios. La conversión nos acerca a los demás, nos hace solidarios, cercanos, amables, misericordiosos.

La conversión es la tarea del hombre y la misericordia es uno de los atributos divinos, “Dios es misericordia”. Ésta será la virtud que profundizaremos el próximo domingo desde las parábolas de la misericordia que nos trae el evangelista Lucas en el capítulo 15.

Finalmente, entendamos una cosa: Dios nos ayuda a la conversión si le abrimos nuestro corazón. Dios no sólo nos pide conversión, Él además, nos ayuda a que la conversión sea posible, escuchemos la sentencia final de la parábola: “cavaré a su alrededor y echaré abono” (13,8). Hagámonos algunas preguntas: ¿Al estilo de Dios, yo, a quién he ayudado a la conversión? ¿Cavamos alrededor de nuestros hijos y los abonamos con la gracia para ayudarles a la conversión? Hay hogares cuyo abono es el pecado, el mal genio, los disgustos, las rabias, los resentimientos, el odio… ¿Mis relaciones las abono con la gracia o con el pecado? Hay instituciones, empresas, ciudades, barrios, veredas…, donde el abono que le damos a nuestras relaciones es: el chisme, el mal humor, las envidias, las confrontaciones, los odios, las zancadillas, ¿así podremos dar frutos de conversión?, con seguridad que no; si no nos convertimos pereceremos a la felicidad a la paz, a la fraternidad.

Una invitación final: estimados candidatos a ser servidores públicos, por favor, no diseñen campañas desacreditando al otro o a los otros…, alumbren con luz propia, no con los defectos y las debilidades de los demás. ¡El mejor gobernante es aquel que es capaz de gobernar sus propias pasiones!

Florencia, 24 de marzo de 2019

* Obispo de Florencia

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