Felicia Saturno Hartt

Por Felicia Saturno Hartt*.- La historia del mundo de los últimos 100 años ha tenido en el cine italiano un testimonio cierto. Aun cuando la ficción cinematográfica crea historias y personaje, ellos pertenecen a un contexto.

Ese entorno, psicológico, social, cultural, político e ideológico fue el escenario para la creación de un nutrido de cineastas italianos, sin comparación, pero con muchos aciertos inolvidables.

En esa tradición, se inscribe ese guionista, productor, poeta y polemista que acaba de partir, a sus 77 años, en su casa del Trastevere romano, no sólo a lo invisible, sino a la posteridad, Bernardo Bertolucci.

Para los que amamos el Cine de Italia o Cinemá, Bertolucci representa una perspectiva diferente en la cinematografía mundial. Porque este hijo de Parma, de la Emilia Romania roja y partisana, vivió un mundo preñado de tendencias, presentes en su formación y en sus referentes de época.

Ser amigo de Pier Paolo Pasolini, defensor a ultranza del Partido Comunista y ávido lector de los fundamentos del marxismo y el psicoanálisis, ser un sediento admirador de las innovaciones de la Nouvelle Vague francesa, parte y testigo de los cambios sociales y políticos de los 60 y 70, de ese Mayo Francés que llevó a la pantalla, entre otras influencias, no es nada desdeñable.

Bertolucci aprendió a ver la realidad y a reportarla con la crudeza y la belleza de su mundo interior y paradigma del cine. Por ello, siempre estuvo en la polémica y rompiendo con la doble moral que se viste de conservatismo, hipocresía y populismo burgués.

No hubo en su cine estudios ni aprendizaje técnico. Al principio, vio hacer a Pasolini, renunció incluso a actores profesionales y flirteó con las corrientes experimentales.

Desde su primera película, Cosecha Estéril, hasta la última de 2012, Tú y yo, supo magistralmente atrapar y retratar con maestría y con nitidez extraordinaria a los desheredados de este mundo,  a los seres en descomposición, en soledad, orfandad y peligro y, a un cierto tipo de burguesía, en pleno descubrimiento o con cierta tendencia a la locura.

Decir que película me gusta más es difícil. Todas tienen una poderosa fuerza de interpretación de la realidad de sus contextos. Incluso la más criticada, por sosa e imposible de creer, el Pequeño Buda (1993), es un filme que encanta en ese discurso seductor de Bertolucci, que arropa con el manejo privilegiado del lenguaje, la imagen, los diálogos perfectos y la dirección impecable.

Indudablemente que muchos hablarán que no condené a Bertolucci por el Último Tango en París, en esta crónica cercana a mi afición por el cine de mis ancestros italianos. Ya fue suficiente el alboroto y la polémica, la prohibición y las miradas bajo llave de ese film magnífico, que retrata la soledad, la hipocresía, el miedo y sus consecuencias. Además es inolvidable la actuación de Brando y la banda sonora del Gato Barbieri.

En una sociedad doblemoralista, que vuelve a los autoritarismos, que consume drogas de diseño y pornografía infantil en internet y le importa muy poco la trata de seres humanos, condenar una película es más fácil que asumir su complicidad con el horror.

Extrañaré a Bertolucci. Porque como dice Alexandro Baricco, el cine nos enseña a contar y vivir historias.

 

Maracay, 1 de diciembre de 2018

* Politóloga Venezolana, Analista Político y CEO en Arquiluz.

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