Por José G. Hernández.- El próximo domingo 11 de marzo tiene lugar la elección de quienes durante cuatro años integrarán el Senado de la República y la Cámara de Representantes. Tras una campaña muy agresiva, en que predominaron la diatriba, el insulto y la intolerancia, por encima de las razones, los argumentos y el debate respetuoso, finalmente todo se verá en las urnas.

Se quisiera,  desde luego,  que fuera un Congreso renovado,  aunque no nos hacemos muchas ilusiones porque, pese a la presencia de candidatos jóvenes bien intencionados y de personas con experiencia y conocimiento, hay muchos otros que, a juzgar por sus antecedentes, en caso de salir elegidos,  prolongarán seguramente comportamientos y prácticas indeseables y perniciosas.

La renovación,  en todo caso,  es urgente, y no puede limitarse a nombres.  Deben ser replanteadas muchas cosas, y en tal sentido, es importante que los ciudadanos voten a conciencia, debidamente informados, sin compra de sufragios y con sentido crítico frente a especies no dignas de crédito.

Ahora bien, lo que surge del concepto democrático es,  ante todo, un congreso independiente,  libre y deliberante,  que no sea,  como ha venido ocurriendo entre nosotros, una oficina más de la Casa de Nariño, ni otra dependencia del Ejecutivo,  manejable y manejado por la vía de los cupos presupuestales y la burocracia oficial. Que sea capaz de ejercer el control político con talante imparcial pero firme y contundente.  Que examine de manera autónoma las actividades y ejecutorias de los ministros, directores de departamentos administrativos y superintendentes y les exija comparecencia y explicaciones. Que debata.  Que controvierta sin compromiso previo.

Se requiere, además, un Congreso en que los proyectos de ley y de acto legislativo sean estudiados de verdad, puestos a prueba,  discutidos y votados a conciencia.

Hacemos votos porque el próximo Congreso responda a la confianza que le depositen los electores. Que recobre, además de su independencia, la iniciativa legislativa, desde luego en aquellas materias en que la Constitución no la hace exclusiva del Gobierno.

Los nuevos senadores y representantes deben estar preparados para el post conflicto, y han de presentar proyectos de reforma en muchos campos en que, hasta ahora, o se han limitado a seguir con mansedumbre al Ejecutivo, o han guardado silencio, permitiendo que el Congreso sea suplido por la Corte Constitucional.

Y se necesita, desde luego, un Congreso que no apruebe tan fácil la carga tributaria, como lo hizo el actual, cuya actuación al respecto fue deprimente. Si el artículo 338 de la Constitución exige ley en sentido formal para el establecimiento de impuestos, tasas y contribuciones, es porque parte del supuesto de que en nuestro sistema existen frenos y contrapesos, siendo los congresistas los primeros depositarios de la representación de los intereses del pueblo que los ha elegido. Por ello, en vez de voracidad fiscalista, al Congreso corresponde prudencia, control y ponderación. Y que expida las normas necesarias para combatir males enormes, que nos afectan a todos, como la corrupción, el narcotráfico, la inseguridad, la desigualdad, la pobreza, el mal sistema de salud, el déficit en la educación, el excesivo centralismo, el abandono de muchas regiones. Y, ojalá, este Congreso se atreva, de una vez por todas, a reformar la Justicia, y elegir a los funcionarios cuya selección le compete pensando más en su preparación y hoja de vida que en el guiño gubernamental.

Hay mucho por hacer, señores candidatos. Si son elegidos, su compromiso es grande.

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