Por Luis Fernando García Forero.- En la historia republicana de Colombia nunca unos comicios plantean desafíos como los que se aproximan en el inmediato futuro. Tanto para las elecciones a la Presidencia como para las del Congreso en el 2018, el Proceso de Paz cambiará el clima de opinión y generará otros escenarios posibles.

Indudablemente que, como proceso, el de Paz es aún un reto, pero en perspectiva, es un asunto intenso de aprendizaje político y ciudadano, que va a generar mayores desafíos a la clase política.

Queramos o no aceptar, Colombia no es el mismo país antes del Proceso de Paz. Existe un aprendizaje intenso, tal vez basado en el ensayo y error, pero poderoso de cambios, donde todos estamos involucrados. Desde nuestra dimensión personal y desde nuestros roles sociales.

A pesar de la manipulación política y los escarceos de la oposición, el ciudadano de a pié tiene una posición y esa postura es el verdadero reto para los políticos que aspiran dirigir al país a partir del 2018.

Decir que la sociedad en Colombia será una sociedad verdaderamente en paz, después del Proceso, es imposible. Pero si podemos aspirar a tener más más democracia, que es el verdadero activo del cambio social.

Los políticos colombianos tienen una obligación y compromiso histórico: por un lado hay que hacer las transformaciones requeridas para controlar la etiología de la violencia y, por otro, construir los mecanismos de intervención de la sociedad, desde las regiones y las comunidades, porque las causas del conflicto aún vibran en el suelo de la nación y se transforman, cada día, en formas difíciles de abordar, con la globalización.

Un desafío político impostergable será crear la gobernabilidad regional y la gobernanza del aparato del estado. Romper con el centralismo bogotano y abrir la posibilidad de construir alianzas, entre los diversos sectores sociales (gobierno, comunidad, asociaciones, ex guerrilla, etc).

Los políticos que asuman el reto de postularse a la Presidencia y al Parlamento, no sólo requieren capital político, sino propuestas desde el poder, no sólo para generar auténtica convivencia, fortalecimiento del estado de derecho y prosperidad para superar la pobreza extrema, sino asumir que la Paz no es un valor abstracto, sino una proposición vestida de realidad y asociada a la superación de la exclusión, del miedo y de la cultura de la violencia.

De hecho, el conflicto intrafamiliar, la exclusión de la Comunidad LGBTB, el feminicidio y las desigualdades regionales son muestra de la violencia, profunda y aceptada como normal en muchas regiones.

Una paz estable y duradera en Colombia es un propósito político de todos, pero dependerá de un estado que amplié los márgenes democráticos, que crezca económicamente y tenga índices de gobernabilidad aceptables.

La visión que tengan del Postconflicto y de la Paz los aspirantes a la presidencia y al Congreso, será decisiva.

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