Cuando uno echa una ojeada a los avances de los derechos fundamentales, existe una agradable sensación de humanidad.

Los derechos han cambiado, se han redimensionado, se han redefinido, tienen otros contextos, incluso, otros descontentos.

Como bien lo expresa Luis Alberto Romero, los derechos humanos se filiaban con las Declaraciones de Inglaterra de 1688, de Francia de 1789 o de las Naciones Unidas de 1946. 

Esta tradición, poco frecuentada en América, resurgió durante las dictaduras militares y los conflictos armados, principalmente por obra de varias abnegadas asociaciones defensoras de los derechos y, en primer lugar, por las organizaciones de madres, abuelas y defensores comunitarios. Ellos proclamaron un absoluto ético que se convirtió en el faro de la nueva política: no hay fin que justifique los medios, si éstos son violatorios de los derechos.

El Estado de Derecho se convirtió en el marco deseable de la convivencia social y política civilizada; también se valoraron el pluralismo, la argumentación y el acuerdo. Y, naturalmente, la democracia. 

Hoy por hoy, la búsqueda de un concepto menos abstracto lleva a exigir otros derechos, con cara, con lugar y con consecuencias. 

Estamos en la Era de la Información y también del Descontento. El profundo cambio de paradigma de la posesión y del disfrute de la información a partir de su democratización luego de los 80, abrió una brecha, no sólo a los que deseaban estar informados, sino a los que comenzaron a sentir la necesidad de exigir otros derechos, para una mejor calidad de vida. 

En específico, está el derecho a la movilidad. Un derecho que significa un desafío al estado, a sus instituciones, a la ciudadanía, a la industria y a la ley. 

¿Y por qué la Movilidad llegó a ser tan importante para constituirse en un derecho? Porque su impacto en la vida cotidiana de sus ciudadanos, en su calidad, en su productividad, es tremendamente grande e inclusive mesurable. 

Luis González, el Ombudsman del DF Mexicano,  afirma que “"el derecho a la movilidad se relaciona con un conjunto de derechos como el de seguridad, de medio ambiente y calidad de vida que tiene mucho que ver con los tiempos de traslado”. 

Ese tiempo perdido muchas veces en trancones, en esperas de busetas de recorridos mal trazados, en servicios masivos ineficientes y alienantes, en embotellamientos de avenidas trae consecuencias en la salud pública. Ese tiempo donde vivimos la cara más desagradable de las ciudades.

Esta realidad la podemos sumar al porque nos movilizamos. Y resulta todo un problema, ya que existen exigencias inaplazables, que no debería ser el dolor de cabeza de los ciudadanos, sino de sus gobernantes.

El alza del transporte sentida como injustificada, porque no tiene el valor agregado del mejor servicio y el acortamiento del tiempo de traslado, ha sido un factor de confrontación entre los ciudadanos y sus gobernantes. 

Históricamente en América Latina el transporte colectivo ha sido un servicio pésimo, ha sido costoso, ha sido inoperante y no ha sido diseñado, tomando en cuenta los requerimientos de sus usuarios.

Y lo lamentable es que, en la mayoría de los casos, los responsables olvidan sus roles. Porque el hacinamiento en las paradas, las condiciones de las unidades, los tiempos de traslado, las condiciones del sistema en general y la ausencia de regulaciones y de seguridad son responsabilidades, no sólo del contratista, sino del contratante, del que debe supervisar y monitorear el servicio.

Finalmente es terrible volver al lugar común. La gente hastiada protesta. Lo hace sin mediar y mucho menos medir. El descontento se volvió violencia y se “altero el orden público”. Viene la policía, muchas veces mejor preparada para controlar ciudadanos enardecidos, que carteristas y homicidas, que no investiga las razones del descontento y dialoga con los usuarios, y empeora la situación. Para posteriormente escuchar a la Autoridad denominar a los ciudadanos que pidió el voto, hace pocos meses, que son unos vándalos. 

En suma, la obligación de las autoridades no es calificar ni dar excusas. La obligación es observar qué factores están haciendo la vida cotidiana de la gente un infierno. Ya que cuando uno lee los problemas reportados sólo se ve la incapacidad para afrontarlos.

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