A mí no me la contaron, la viví completa.
Por Fernando Ortiz Alvear*. - El holocausto del palacio de justicia hace 39 años es una página que nunca podrá pasarse, siempre estará abierta para que las nuevas generaciones no cometan el grave error de ignorar y despreciar su historia. Pueden repetirla.
Cómo olvidar esos fatídicos miércoles 6 y jueves 7 de noviembre de 1985 cuando, cumpliendo el deber de informar, fui testigo de la brutal toma del M-19 y la más brutal retoma de las fuerzas militares.
Menos se han borrado las terroríficas imágenes del bombardeo de la terraza, el rocketazo a la fachada y el pavoroso incendio de las cortes, ni la cobarde actitud del presidente Belisario Betancur que prefirió que la cúpula militar le diera un golpe de estado exprés durante 26 y media horas, a salvar vidas humanas.
Tampoco olvidaré el macabro desfile de los sobrevivientes, una pasarela por la que desfiló la muerte, desde la puerta del destruido y humeante palacio de justicia hasta la casa del florero, donde muchos desaparecieron como por arte de siniestra magia. Luego aparecieron en huesos, entregados en cajas pulcramente maquilladas, a sus familiares con identidades erróneas como consuelo.
Nunca olvidaré que a la 1:30 de la tarde de ese miércoles 6 de noviembre, dos horas después de iniciado el asalto, informé sobre el aterrizaje de un helicóptero militar en la esquina suroeste de la Plaza de Bolívar en cuyo interior había tres cajas de explosivos con la marca Indumil. Supuse que ese material era para la retoma del palacio de justicia. A los 15 minutos irrumpieron un oficial y un soldado. Fueron hasta el ventanal de la comisión quinta de la cámara en el capitolio, desde donde transmitía informes para el noticiero nacional del GRC. Sin mediar palabra destrozaron la consola de transmisión y luego me sacaron a empellones y montaron a un jeep militar (Land Rover verde) que se dirigió por la calle 10. Al llegar a la carrera décima el tumulto de curiosos cerró el paso. Fue el momento en que aproveché y me escapé para retornar al puesto de trabajo y continuar cubriendo la cruenta jornada. No supe a dónde me llevaban, tampoco importaba. Lo importante es que antepuse la verdad. Como nunca voy a olvidar Eduardo Carrillo Nates, exalcalde de Popayán, entonces presidente de la comisión quinta de la cámara de representantes e irrepetible amigo, quien facilitó el espacio para cumplir mi tarea informativa.
Olvidar ese horroroso episodio, imposible. Fue tal el impacto causado por este suceso y la tragedia de Armero, que a los ocho días después le entregué mi renuncia a Edgar Artunduaga, director del noticiero y decidí que era el fin de mi carrera periodística de medios de comunicación privados para continuar ejerciendo el oficio desde el Estado.
La historia vivida, no contada, es imposible de olvidar. El que no la vivió, basta con que la lea, si es que lee. Pero ese es un lujo escaso en estos infelices tiempos.
Rindo homenaje a la memoria de las 94 víctimas, entre civiles, jueces, magistrados y abogados inmolados cobardemente, y perenne solidaridad con sus familias.
A veces me asalta el recuerdo del saludo efusivo que le di al magistrado Carlos Uran, su triste sonrisa y el abaniqueo grato de sus manos, antes de ingresar a la casa del florero. Nunca volvió. Lo ejecutaron de un tiro en la cabeza. Sus restos aparecieron en un viejo cementerio del sur de Bogotá.
Mi testimonio sobre el magistrado Uran lo rendí en un juzgado de instrucción criminal a donde llamaron a varios periodistas. Pero igual a lo que sucede con muchos pasajes de la real historia y sus víctimas, esa versión recibió infame sepultura judicial. El establecimiento no deja goteras. Si las descubre, las tapa, así sea con los cuerpos de inocentes víctimas.
No he perdido la esperanza de que Colombia y las familias de las víctimas, por fin, logren tener verdad, justicia y reparación. La verdad escondida siempre aparece.
Cali, 7 de noviembre de 2024
*Periodista. Abogado Constitucionalista.