Por Yoani Sánchez.- Desde comienzos de este año en América Latina han muerto al menos dos periodistas, uno de ellos en Brasil y otro en México, según los datos que recoge Reporteros sin Fronteras. La organización francesa confirma que cuatro profesionales de la información han sido encarcelados y que los reporteros ciudadanos tampoco atraviesan un buen momento en esta parte del mundo.

La región se ha vuelto un campo minado para los informadores, en la misma medida en que muchos países de la zona reciben la embestida del autoritarismo, el crimen organizado y la impunidad.

Quienes se preguntan las causas que hacen de los periodistas un blanco de las balas y los ataques en nuestras sociedades, deben buscar la respuesta en la debilidad de otras instituciones que deberían velar por el respeto a los derechos ciudadanos y el cumplimiento de la ley. Allí donde el poder judicial es ineficaz o responde más a intereses ideológicos que legales, las páginas de los periódicos se han convertido en la única opción para dar visibilidad a las víctimas de la injusticia.

Muchas veces los carteles armados y las pandillas le temen más a que su modus operandi quede diseccionado por la pluma de un periodista que a los operativos policiales. Las organizaciones criminales cada vez prestan mayor atención y dedican más esfuerzos a comprar el silencio de los periódicos o a intimidar a quienes investigan sus manejos para sacar a la luz los detalles del tráfico, la extorsión y la violencia.

Los gobiernos tampoco desarrollan mecanismos efectivos de protección del gremio, al que ven como una parte incómoda de la sociedad. Si fuera por la mayoría de los políticos de la zona, las conferencias de prensa serían un aburrido monólogo donde los mandatarios o funcionarios cantarían loas a su gestión y no aceptarían preguntas. En ese "mundo ideal” con el que sueñan los líderes autoritarios, los diarios se convierten en el brazo escrito de su propaganda ideológica y los canales televisivos transmiten -una y otra vez- sus discursos.

No son pocos los profesionales de la información que, amenazados por varios flancos, optan por la autocensura. Evitan tocar ciertos temas, meter las narices en historias que provoquen que un cóctel Mólotov entre por la ventana y prefieren los asuntos inocuos para llenar las planas de los periódicos. Pasan así de periodistas a "escribidores” y sus estrategias de sobrevivencia terminan matando la profesión.

Cada vez que un reportero, un editor o el director de un medio borra una frase para no provocar a las autoridades o a los matones, la profesión languidece un poco más. Si América Latina no se transforma en un espacio donde narrar la realidad no le siga costando la vida a quienes laboran en una redacción informativa, sus posibilidades de contar con democracias sólidas y estables disminuyen.

Un periodista muerto es un paso hacia atrás, hacia ese momento soñado por los depredadores de la palabra donde nadie se atreve a poner por escrito lo que ocurre.

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