Por Jairo Gómez.-La realidad de las víctimas y los congresistas —senadores y representantes— y los magistrados de la Corte Constitucional (CC) no podría ser más diferente.

Las víctimas en su mayoría viven en los lugares más apartados del país y en el más aberrante abandono estatal, mientras los congresistas y togados disfrutan de los privilegios que les da la democracia y gozan de buena salud; las víctimas son más de 8 millones, los parlamentarios 268 y los magistrados 9; mientras los padres de la patria y los honorables juristas se deleitan en sus enormes mansiones, las víctimas del conflicto armado sobreviven en las laderas de las montañas o en los barrios populares que hoy sirven de refugio al desplazamiento forzado.

Puede sonar a populista la comparación, pero es una realidad. El centralismo que otrora le criticaban a las dictaduras comunistas, en Colombia se aplica eficazmente y de manera perversa: solo importan los grandes centros urbanos, y el resto, la periferia, que muera en su abandono. 

En La Habana se diseñó un acuerdo que al mismo tiempo era una propuesta de ajustes institucionales, de reformas urgentes y no fue posible, ni siquiera para darle sustento a una paz que está por construirse. Además de los cambios estructurales en lo agrario, político y social, se acordó un mecanismo especial que garantizara la justicia, la verdad, la reparación y la no repetición; y se concibió la posibilidad de que las víctimas tuvieran una representación directa en las instancias de poder, como el Congreso. Sin embargo, Congreso y magistrados decidieron incumplir con la implementación del acuerdo.

En el caso de la verdad, la arbitraria decisión de los togados fue dejarla de un solo lado; solo se conocerá una parte, la de los soldados y guerrilleros, es la lectura que deja el fallo de la corte tras bendecir a los llamados terceros civiles y los agentes estatales no militares con el manto de la impunidad y NO obligarlos a comparecer ante la Justicia Especial para la Paz (JEP). Es decir, esta corte, que será recordada como la “corte de la impunidad”, cercenó la esperanza de las víctimas de conocer quiénes fueron los poderosos que financiaron la guerra. 

Al concierto de la corte se sumaron los Congresistas, no todos, que buscaron impedir a toda costa que las víctimas tuvieran una curul o una representación en la Cámara esgrimiendo argumentos que, confrontados con la realidad de Colombia en los últimos 50 años, se caen por su propio peso. Argüir, como excusa central, que las 16 curules de la circunscripción especial para la paz iban a ser ocupadas por maleantes y mafiosos y no por quienes realmente las merecen (campesinos, afros, indígenas) es una premisa equivocada en un país en donde las elecciones parlamentarias, por muchos años, han estado asediadas por la mafia, el paramilitarismo y la corrupción. Hilando delgadito, huele más a una actitud premeditada de no querer perder el control sobre ciertos territorios que afectarían su caudal electoral.

Estas dos instituciones fueron solícitas al momento de darle un golpe a los acuerdos de paz y a las verdaderas intenciones del fast track; es como si lo hubieran pactado. La corte le abrió la posibilidad al Congreso para debatir y modificar el acuerdo suscrito por el Estado colombiano con la guerrilla y, al mismo tiempo, cerró la posibilidad a que la sociedad  conociera la verdad completa de lo ocurrido.

Y en el Congreso, sin duda, fue evidente la renuencia de los parlamentarios a buscar los cambios institucionales urgentes que la sociedad colombiana reclama; y deja sobre la mesa la idea de que solo a través de una Asamblea Constituyente sería posible hablar de un nuevo contrato social y político en nuestro país. 

@jairotevi

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