Por Juan Fernando Londoño.- Una de las mayores paradojas colombianas es que todo el mundo está de acuerdo respecto a la necesidad de hacer reformas que modifiquen la forma de hacer política, pero casi nadie está de acuerdo con las reformas que se proponen. Eso es exactamente lo que está pasando hoy con el proyecto que se tramita en el Congreso.

Son variadas las razones de los opositores a la reforma política. Por una parte, el Centro Democrático no apoya nada que le convenga al país si se deriva del Acuerdo de Paz, pues con tal de hacer trizas el acuerdo prefieren ver al país hecho trizas primero. Cambio Radical, por su parte, no apoya nada que afecte el statu quo, especialmente si las propuestas amenazan a sus aliados políticos y económicos. 

Queda entonces la coalición por la paz y en ella existen visiones distintas de lo que quieren con la reforma, pues a pocos meses de unas nuevas elecciones nadie puede evitar la tentación de que las reglas ayuden a  resolver sus problemas y, de ser posible, ganar un poco de ventaja para acceder al poder. Por eso, por ejemplo, las agrupaciones pequeñas proponen que se puedan hacer coaliciones para las corporaciones públicas, y de esa forma evitar los efectos de no alcanzar el umbral; pero con igual lógica los partidos grandes proponen que las coaliciones sean para todos y así hacer transfuguismo al por mayor y no al detal.

El problema es que las necesidades de los políticos no son las de la sociedad. Y por eso tantas voces autorizadas manifiestan sus críticas al contenido de la reforma. Pero los críticos olvidan una regla fundamental: ninguna reforma política es perfecta. Por el contrario, las reformas son siempre esfuerzos para ir mejorando el sistema político, pero nadie tiene la fórmula mágica para transformarlo.

La actual propuesta de reforma busca la transparencia de los procesos electorales, promover la democratización de los partidos políticos y crear una autoridad electoral realmente independiente. Es claro que muchas de sus normas son susceptibles de mejorar, pero de eso se trata el trámite parlamentario, de que la sociedad concurra a debatir y mejorar la iniciativa.

Los colombianos reclaman avances concretos en materia de lucha contra la corrupción y varias de las normas en el proyecto permitirían caminar en dicha dirección. Tener un consejo electoral que no siga las instrucciones de los partidos, a quienes tiene que vigilar, es un avance que justifica que la reforma se tramite. Sería inconcebible que el país asistiera en 2018 a un espectáculo en el que volvamos a tener un Consejo que refleje la voluntad de las mayorías parlamentarias.

Desligar el umbral de la conservación de la personería jurídica es un paso fundamental para preservar el derecho de asociación de los ciudadanos y lograr que los partidos tengan afiliados en lugar de clientelas resulta fundamental si queremos tener partidos democráticos. Además, mejorar las reglas del financiamiento electoral resulta fundamental para que los políticos representen a los votantes y no a los donantes.

Si el Congreso no tramita el proyecto, con todas las modificaciones y mejoras que se deban introducir, no solo le fallará a los compromisos del Proceso de Paz, sino también a los millones de colombianos que cada día son más incrédulos sobre la eficacia y la voluntad de cambio de los gobernantes. 

No tramitar la reforma política sería un tiro en el pie para los partidos, que inevitablemente seguiría dando argumentos a quienes proponen una constituyente… y quizás no sea tan mala idea.

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