Por Gonzalo Buenahora. Historiador.-La agencia de noticias Vieja Clío se permite informar a sus distinguidos abonados que la semana pasada, precisamente el día 3 de noviembre, martes absolutamente infausto, el estado soberano de Panamá, uno de los más ricos y diversos de la República (75.517 km², dos océanos), bajo la égida de su clase comerciante y algunos militares (José Agustín Arango, Manuel Amador Guerrero, Carlos Constantino Arosemena, Nicanor de Obarrio, Ricardo Arias, Federico Boyd, Esteban Huertas, Tomás Arias y Manuel Espinoza) y el apoyo incondicional de la marina de guerra de los Estados Unidos, declaró su separación definitiva de Colombia.

El presidente de la República, nuestro perspicaz, tierno y susceptible don José Manuel Marroquín, comunicó el asunto al país como sin creerlo, anonadado todo él y visiblemente devastado por el grave y perturbador incidente.

Como es conocido, José Manuel Marroquín Ricaurte empezó a ligar y rimar palabras desde que era chiquito y, a pesar de pertenecer a una de las familias más linajudas de la capital, la mayor parte de lo que escribió lo firmó con el insólito pseudónimo de Gonzalo González de la Gonzalera. A los 21 años publicó un tratado de ortografía castellana que le mereció lisonjeras enalteces de los expertos de la época, siendo  en verdad muy meritorio ya que hay gente que a los 70 todavía no sabe o no quiere reconocer que burro se escribe con B o zapato con Z.

Hay veces cuando los versos de Marroquín, que serán incluidos en el currículo escolar de aquí en adelante y aprendidos por todos de memoria (así como los de Caro, Núñez y Pombo), parecen evocar los trágicos sucesos de noviembre de 1903:Es flaca sobremanera/toda humana previsión/pues en más de una ocasión/sale lo que no se espera”.

Claro que lo de Panamá se esperaba. La independencia de Panamá de España como tal fue un movimiento ajeno a la actividad político militar de Simón Bolívar, y la unión a la Gran Colombia fue una decisión tomada por los propios istmeños en 1821, determinación que, con excepción del Congreso Anfictiónico de 1826,  celebrado en sus dominios, y las avanzadas ideas allí planteadas por el Libertador, estuvo signada por las circunstancias más adversas: intolerancia política entre las facciones de los partidos Liberal y Conservador colombianos, constantes enfrentamientos armados y guerras civiles locales y generales; guerras internacionales; agudos enfrentamientos sociales y étnicos; decisiones políticas desatinadas determinadas por el obtuso centralismo y, para rematar, unas persistentes condiciones geográficas y económicas desfavorables que no exteriorizaban salida alguna.

Así las cosas, la opinión pública internacional, acicateada por el presidente Teodoro Roosevelt, llegó a pensar que Los Estados Unidos de Colombia no tenían la capacidad moral y material suficientes para sostener un territorio que contendría nada menos que un canal excavado por el hombre que uniría el océano Atlántico con el océano Pacifico.

Luego de diez y siete intentos de separación y cuatro disgregaciones declaradas, se puede afirmar que Panamá siempre fue de Panamá, o de los norteamericanos si se quiere (hasta el día cuando lo devuelvan, que seguramente será) pero factores como el fracaso de la construcción del canal interoceánico por parte del francés Ferdinando de Lesseps, la Guerra de los Mil Días trasladada por entero a territorio panameño, el alevoso fusilamiento (el 15 de mayo en los paredones de Chiriquí por orden del general conservador Pedro Sicard) del caudillo liberal, el indio lacandón Victoriano Lorenzo, y el rechazo del senado colombiano (actitud un tanto jactanciosa) al tratado Herrán-Hay para la construcción del canal interoceánico por parte de los Estados Unidos, apresuraron el proceso.

Pero no es verdad que el presidente Marroquín, uno de los más gramáticos de los presidentes colombianos, estuviera tomando chocolate con almojábanas y degustando postre de natas en el momento de la separación de Panamá, y que el gobierno colombiano no hubiera hecho nada al respecto. ¡No! Los insistentes rumores sobre un movimiento secesionista en Panamá hicieron que Colombia movilizara al Batallón Tiradores desde Barranquilla, con instrucciones de reemplazar al Gobernador José Domingo de Obaldía y al General Esteban Huertas, Comandante Militar, quienes ya no gozaban de confianza por parte del gobierno de Bogotá.

En consecuencia, la mañana del 3 de noviembre de 1903 desembarcó en la ciudad de Colón el escuadrón colombiano al mando de los generales Juan Tovar y Ramón Amaya. El contingente armado, que debía ser transportado a ciudad de Panamá, fue neutralizado por parte de las autoridades del ferrocarril que actuaron en complicidad con el movimiento separatista, alegando problemas insalvables en la vía. Sin embargo, y no sabemos por qué, los generales y altos oficiales del ejército de Colombia accedieron a transportarse al otro lado del istmo sin sus tropas. Lógicamente, una vez llegados a ciudad de Panamá, Tovar, Amaya y el resto de los oficiales fueron arrestados. La flota naval anclada en la bahía de Panamá se rindió sin oponer resistencia y el Batallón Tiradores fue obligado a abandonar el Istmo.

En una actitud como de marido arrepentido, valga la expresión, hubo y habrá otros intentos por parte del gobierno colombiano orientado por Marroquín de revertir el nefasto acontecimiento: reuniones de alto nivel entre las partes, la promesa de aprobación del tratado que había sido rechazado y, cuesta creerlo, el traslado de la capital de Colombia a Panamá, así como un fracasado intento de invasión militar a través de las selvas del Darién. Inclusive se invocó el tratado Mallarino-Bidlack, del 12 de diciembre de 1846, que exigía que, en caso de fractura de la soberanía colombiana en el Istmo –por parte de naciones extranjeras o de “indios salvajes”-, los Estados Unidos estaban obligados a someter militarmente al pueblo panameño a fin de restablecer el estatus quo.

No hubo caso. El pueblo panameño había ejercido su derecho a la autodeterminación y no se podía echar atrás la rueda de la Historia. Pero la agencia Vieja Clío quiere dejar en claro y reiterar que el presidente Marroquín ese martes 3 de noviembre de 1903 no bebía chocolate con pan de yuca, ni paladeaba dulce de brevas. Según el general Pedro Nel Ospina, que fue desterrado de Colombia por el mismo autor de La Perrilla y El Moro que ejercía en ese momento el poder, y que extraordinariamente pudo ser entrevistado (Ospina) por uno de nuestros mejores corresponsales, expresó:

“En las horas de la tarde de aquel día (el 3 de noviembre) ocurrí al Palacio de San Carlos. Primeramente me llamó la atención la soledad de la casa. Avancé por los salones desiertos. En una habitación retirada se hallaba el señor Marroquín entregado a la lectura. Cuando notó que alguien llegaba, se dirigió a mi encuentro, con el índice de la mano izquierda entre las páginas del libro para marcar el sitio por donde llevaba la lectura, sombreando con la diestra los cristales de los anteojos. Al reconocerme, exclamó:

- ¡Oh! Pedro Nel, no hay mal que por bien no venga. Se nos ha separado Panamá, pero tengo el gusto de volverlo a ver en esta casa.

Sentí curiosidad por saber qué libro embargaba la atención del presidente de Colombia en aquella hora de angustia mortal. Era una novela de Bourget."

Entonces no es mera coincidencia que en su célebre poema Marroquín hubiese escrito:

“Empero, sintiendo luego

Que por ahí andaba gente,

Tuvo por cosa prudente 

Tomar las de Villadiego.”

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